martes, 29 de enero de 2019

ESPADAS ESPAÑOLAS

ESPADAS ESPAÑOLAS
Por: Alberto de Frutos
La conquista de Hispania no fue tarea fácil. Cuando los romanos desembarcaron en la Península, se encontraron con un enemigo de muchos rostros que se caracterizaba tanto por su audacia como por el dominio de todo tipo de armas. De hecho, el ejército invasor aprendió en nuestro suelo gran parte de las estrategias bélicas que asentarían su fama y no vaciló en copiar algunas de las armas que emplearon nuestros antepasados. 
Las espadas no son tan viejas como el hombre, pero casi. Primero de bronce y más tarde de hierro, estas armas fueron las primeras manuales que fabricaron los artesanos de la Antigüedad; y la península Ibérica se convirtió tempranamente en el mejor taller de armas blancas.
Gracias al carácter guerrero del pueblo celtibérico –fomentado por la calidad de sus armas de hierro–, la región llegó a ser la principal etnia céltica de la Hispania prerromana. No en vano, la guerra mantenía, en última instancia, su cohesión social. La asamblea de jóvenes o guerreros estaba constituida por el pueblo en armas, que no solo nombraba a los jefes militares, verdaderos referentes de la sociedad, sino que, al igual que hacían los ancianos, podía decidir sobre cuestiones que afectaban a la colectividad. En gran medida, esos jefes militares –la aristocracia del mundo antiguo– dirigían los destinos del pueblo; pues, además de sus funciones militares, tenían un peso específico en el imaginario religioso: los guerreros llegaban a alcanzar un gran poder en virtud de los pactos de devotio por los cuales las clientelas de la región se vinculaban al destino de su jefe, en un ritual de marcado contenido religioso.
Que la guerra movía los hilos de los celtíberos no es ningún secreto e incluso hubo muchos celtíberos que se enrolaron como mercenarios en las filas de turdetanos, iberos o incluso de cartagineses y romanos con el fin de adquirir prestigio o riqueza. Los guerreros frecuentaban los combates individuales o hacían incursiones o razzias en territorios enemigos, en espera de su momento de gloria en el campo de batalla.
Tras el repaso a las armas de la Antigüedad, saltamos a la Edad Media. La Tizona y la Colada son las espadas más famosas de nuestra Historia y también de nuestras letras, gracias a las referencias que de ellas encontramos en el Cantar de Mio Cid. Lo son por el personaje que las portó, Rodrigo Díaz de Vivar, un héroe controvertido cuyas gestas se movieron entre la realidad y la leyenda, y que alcanzó la fama por su valor y honestidad durante la Reconquista.


La Tizona es una pieza tan controvertida como el mismo Campeador que la glorificó. De acuerdo con el anónimo cantar de gesta, Mio Cid la consiguió tras derrotar a su propietario, el rey Búcar de Marruecos, quien pretendía recuperar la plaza de Valencia reconquistada por el héroe. Más tarde, el de Vivar se la regaló a sus yernos, los infantes de Carrión, que se habían estrenado como guerreros en la batalla contra Búcar; y, finalmente y tras la afrenta de Corps, pasó a manos de su sobrino, Pedro Bermúdez.
Veamos ahora las razones de la polémica. Según Patrimonio Nacional, “no existen datos fiables para identificar esta espada como la auténtica del Cid”; de acuerdo con el Museo Arqueológico Nacional, es una “falsa reliquia”; y, para el historiador medievalista José Godoy, “la espada es del siglo XV-XVI, con añadiduras del XIX que no coinciden con la primera inscripción de la auténtica Tizona”.
Hace tres años, sin embargo, la Junta de Castilla y León la adquirió a su propietario, el marqués de Falces, por 1,6 millones de euros, tras rechazar el ministerio de Cultura su autenticidad. Expuesta desde 1944 en el Museo del Ejército de Madrid, la pieza puede verse hoy en el Museo de Burgos, cerca de la Catedral donde reposan los restos del héroe castellano.
Sea o no auténtica –a la postre, lo que importa de las reliquias es su valor como símbolo– la espada que hemos dado en llamar Tizona (del latín titio, brasa o leño ardiente) no deja de ser una pieza muy representativa de su época, hasta el punto de que solo habría otras tres de esta naturaleza en nuestro país, una de ellas en Granada. Por otra parte, el hecho de que su autenticidad se haya cuestionado no impidió que, en 2002, fuera declarada Bien de Interés Cultural por el Estado. En palabras de Juan Carlos Elorza, ex director del Museo de Burgos, “la polémica (por la Tizona) fue artificial y fruto de un calentón de la ministra Carmen Calvo. Evidentemente, la espada no trae ni la firma ni el acta notarial redactada por el Cid diciendo que es suya. Pero había otra serie de razones que llevaron al Ministerio de Cultura a declarar esa pieza Bien de Interés Cultural. Por otra parte, en el museo en el que estaba (el del Ejército), aparecía como la Tizona del Cid. Fue un rifirrafe político”.
Pero, ¿qué hace que esta espada, del tipo de las tajadoras andalusíes, sea tan singular? Con unas medidas de 0,785 m de largo por 0,045 de ancho, fue restaurada en 1998 en los laboratorios del Grupo de Investigación de Tecnología Mecánica y Arqueometalurgia de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Complutense. El emblema cidiano es una hoja de acero heterogéneo, con un núcleo suave y una capa externa templada y muy dura. Según los especialistas, su carburación se obtuvo por “cementación con materiales sólidos sometidos a una temperatura de 925 grados centígrados por espacio de entre dos y tres horas. El temple fue realizado en dos etapas y la conformación de la hoja acerada se materializó por forja caliente de una pella de hierro a temperaturas entre los 850 y los 1.000 grados”.
Alberto de Frutos.

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